La Sociedad Medieval era una pirámide organizada por Capas Sociales jerárquicamente estructuradas. Arriba se situaba la nobleza, que a su vez estaba ordenada de forma jerárquica: al emperador, situado en la cúspide, le seguían los reyes, los duques, los margraves, los condes y los caballeros. Después venían los ciudadanos libres, que formaban una escala compuesta por familias ilustres (patricios), ricos comerciantes, artesanos, maestros artesanos, oficiales y aprendices (los artesanos estaban organizados en gremios). En el campo estaban los campesinos, los labradores sujetos al censo, los criados y los siervos.
Esta sociedad era profundamente estática, ya que cada individuo permanecía en la clase social en la que había nacido, y esa posición social le determinaba ampliamente desde los puntos de vista jurídico, político, económico, religioso y personal. Cada individuo pertenecía a una sola clase y era en todo momento comerciante, campesino, artesano o caballero. Toda mixtura se consideraba una monstruosidad, y no existía la actual distinción entre identidad personal y rol social. Por eso no se daba valor alguno a la originalidad, y en el arte no se valoraba lo personal sino lo típico. Las injusticias que comportaba esta jerarquía social eran compensadas por la religión: toda situación de desventaja en este mundo se recompensaría con una situación de ventaja en el otro. El otro mundo también se presentaba siguiendo un orden jerárquico, ya que un orden distinto era impensable. Naturalmente, en la cúspide estaba Dios con Cristo, María, los apóstoles y sus ángeles. Después venían los ejércitos celestiales, los profetas y los héroes bíblicos, y finalmente los mártires, los santos y los beatos. Tras ellos venían, en este mundo, los papas, y prelados con su escalafón eclesiástico. Abajo del todo, y en exacta contraposición, estaba el diablo con sus ejércitos de demonios, espíritus y demonios menores, cuya misión era atormentar las almas de los condenados en el infierno.
Entre el cielo y el infierno estaba el purgatorio, donde expiaban sus pecados durante un tiempo las almas de aquellos que ni eran inocentes ni estaban condenados a perpetuidad. En esta tarea podían recibir la ayuda de amigos o parientes en forma de misas de difuntos e indulgencias, por las que naturalmente había que pagar, pero que permitían a las familias seguir en contacto con sus muertos.
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