Hemos de representarnos la Iglesia medieval como un banco que gestiona la salvación y la gracia divina. En este banco, Cristo y los santos habrían depositado un inmenso capital de salvación, que los sacerdotes utilizaban para hacer inversiones y conceder créditos de salvación. Previo pago y tras cumplir las sanciones impuestas (donaciones), peregrinaciones, donativos, o previo ingreso de un “capital simbólico”, (confesión, ruegos o mortificación en público), se obtenía un crédito de salvación con el que uno podía borrar sus culpas. También uno mismo podía pagar directamente al banco con una vida santa, disponiendo así de un “haber” de salvación que la Iglesia administraba como parte del capital total de salvación y utilizaba para dar créditos a otros.
Quien tenía el monopolio sobre todo este sistema era la Iglesia y, para acceder al capital de salvación, los sacerdotes debían superar unas pruebas y cumplir unos votos. Para el reparto de los bienes de salvación se estableció una tabla de tarifas: dos florines por una misa de difuntos, un florín por una intercesión, cinco florines por una indulgencia, media hacienda por una absolución general. Iglesia fortificada de San Juan Bautista en Farabara en Aragón, Provincia de Zaragoza, España. Existen noticias que en el año 1169 fue conquistada por Alfonso II
La capacidad financiera de cada institución de crédito era totalmente distinta; contaban con más bienes de salvación aquellas que habían logrado pescar los huesos de algún mártir famoso. Así, una reliquia actuaba como reclamo y revalorizaba hasta tal punto el capital invertido que, además del perdón de los pecados, hacía posible vender auténticos milagros, como cura de enfermos. Estas filiales convertían sus sedes en famosos centros de peregrinaje, trayendo alegría y beneficio a toda la región.
Famosos centros de peregrinación fueron Roma, con la tumba de San Pedro; Santiago de Compostela, que contaba con los restos mortales de Santiago Apóstol, o Colonia, que disponía de las reliquias de los Reyes Magos; asimismo, los restos de Santo Tomás, en la catedral de Canterbury, desencadenaron una peregrinación que fue descrita por el poeta Geoffrey Chaucer en sus famosos Cuentos de Canterbury. De esta costumbre de peregrinar vivían sectores industriales enteros.
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