“AY DE MÍ SI NO EVANGELIZARE”
19 de octubre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Jornada del Domingo Universal de Misiones quisiera invitaros a reflexionar sobre la urgencia persistente del anuncio del Evangelio también en nuestro tiempo. El mandato misionero continúa siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser “siervos y apóstoles de Cristo Jesús“, en este inicio de milenio. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Paulo VI, ya afirmaba en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi que “evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (n. 14). Como modelo de este empeño apostólico, deseo indicar de manera particular a san Pablo, el Apóstol de las gentes, pues este año celebramos un especial Jubileo a él dedicado. Es el Año Paulino, que nos ofrece la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la vocación de proclamar el Evangelio a los Gentiles, según cuanto el Señor le había preanunciado: “Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles” (Hch 22, 21). ¿Cómo no aprovechar la oportunidad que este especial jubileo ofrece a las iglesias locales, a las comunidades cristianas y a cada fiel, para propagar hasta los extremos confines del mundo el anuncio del Evangelio, fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree? (Rm 1, 16).
1. La humanidad tiene necesidad de liberación
La humanidad tiene necesidad de ser liberada y redimida. La creación misma -dice san Pablo- sufre y nutre la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 19-22). Estas palabras son verdaderas también en el mundo de hoy. La creación sufre. La humanidad sufre y espera la verdadera libertad, espera un mundo diferente, mejor, espera la “redención”. Y, en el fondo, sabe que este mundo nuevo esperado supone un hombre nuevo, supone “hijos de Dios”. Veamos más de cerca la situación del mundo de hoy. El panorama internacional, si por una parte presenta perspectivas de desarrollo económico y social prometedoras, por otra presenta a nuestra atención algunas fuertes preocupaciones en lo que se refiere al futuro mismo del hombre. En no pocos casos, la violencia marca las relaciones entre los individuos y los pueblos; la pobreza oprime a millones de habitantes; las discriminaciones e incluso las persecuciones por motivos raciales, culturales y religiosos empujan a muchas personas a huir de sus Países para buscar refugio y protección en otros lugares; cuando la finalidad del progreso tecnológico no es la dignidad ni el bien del hombre, ni está ordenado a un desarrollo solidario, pierde su fuerza de factor de esperanza, y tiene el peligro de agudizar desequilibrios e injusticias ya existentes. Existe, además, una amenaza constante en lo que se refiere a la relación hombre-ambiente, debido al uso indiscriminado de los recursos, con repercusiones sobre la misma salud física y mental del ser humano. El futuro del hombre corre también peligro debido a los atentados contra su vida, atentados que asumen varias formas y modos.
Ante este escenario, sentimos el peso de la inquietud atormentados entre angustias y esperanzas (cfr. Const. Gaudium et Spes, 4), y nos preguntamos preocupados: ¿qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el futuro, o mejor, hay un futuro para la humanidad? ¿Y cómo será este futuro? La respuesta a estos interrogantes nos viene, a nosotros, los creyentes, del Evangelio. Cristo es nuestro futuro y, como he escrito en la Carta encíclica Spe Salvi, su Evangelio es comunicación que “cambia la vida”,da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cfr. n. 2).
San Pablo había comprendido muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede encontrar redención y esperanza. Por ello sentía, impelente y urgente, la misión de “anunciar la promesa de la vida en Cristo Jesús” (2 Tm 1, 1), “nuestra esperanza” (1 Tm, 1, 1), para que todas las gentes pudieran participar en la misma heredad y ser partícipes de la promesa por medio del Evangelio (cfr. Ef, 3, 6). Era consciente que privada de Cristo, la humanidad está “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2, 12) - sin esperanza porque estaban sin Dios” (Spe salvi, 3). Efectivamente, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12)” (ivi, 27).
2. La Misión es cuestión de amor
Es, pues, un deber urgente para todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico. “¡Ay de mí -afirmaba san Pablo- si no evangelizare! (1 Cor 9, 16). En el camino de Damasco había experimentado y comprendido que la redención y la misión son obra de Dios y de su amor. El amor de Cristo lo condujo a recorrer los caminos del Imperio Romano como heraldo, apóstol, pregonero y maestro del Evangelio, del que se proclamaba “embajador entre cadenas” (Ef 6, 20). La caridad divina le llevó a hacerse “todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1 Cor 9, 22). Contemplando la experiencia de san Pablo, comprendemos que la actividad misionera es respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes; es la energía espiritual capaz de hacer crecer en la familia humana la armonía, la justicia, la comunión entre las personas, las razas y los pueblos, a la que todos aspiran (cfr. Deus caritas est, 12). Es Dios, que es Amor, quien conduce la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber “de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios” (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden conseguir la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente, y aquellas otras virtudes necesarias a los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a esparcir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo.
3. Evangelizar siempre
Mientras continúa siendo necesaria y urgente la primera evangelización en no pocas regiones del mundo, la escasez de clero y la falta de vocaciones afectan hoy a muchas Diócesis e Institutos de vida consagrada. Es importante insistir en que, aún en medio de dificultades crecientes, el mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes continúa siendo una prioridad. Ninguna razón puede justificar una ralentización o un estancamiento, porque “la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia” (Paulo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14). Misión que “se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1). ¿Cómo no pensar aquí en el macedonio que, apareciéndose en sueños a Pablo, gritaba: “Pasa a Macedonia y ayúdanos”? Hoy son innumerables los que esperan el anuncio del Evangelio, que se encuentran sedientos de esperanza y de amor. ¡Cuántos se dejan interpelar hasta lo más profundo por esta petición de ayuda que se eleva de la humanidad, dejan todo por Cristo y transmiten a los hombres la fe y el amor por Él!
4. ¡Ay de mí si no evangelizare! (1 Cor 9, 16)
Queridos hermanos y hermanas, “duc in altum!” Entremos mar adentro en el vasto mar del mundo y, siguiendo la invitación de Jesús, echemos sin miedo las redes, confiando en su constante ayuda. Nos recuerda san Pablo que no es motivo de gloria predicar el Evangelio (cfr. 1 Cor 9, 16), sino deber y gozo. Queridos hermanos Obispos, siguiendo el ejemplo de Pablo, que cada uno se sienta “prisionero de Cristo para los gentiles” (Ef 3, 1), sabiendo que podrá contar, en las dificultades y en las pruebas, con la fuerza que procede de Él. El Obispo es consagrado no sólo para su diócesis, sino para la salvación de todo el mundo (cfr. Enc. Redemptoris Missio, 63). Como el apóstol Pablo, está llamado a tender hacia los lejanos que todavía no conocen a Cristo, o que todavía no han experimentado su amor que libera; su empeño es hacer que toda la comunidad diocesana sea misionera, contribuyendo con gozo, según las posibilidades, en el envío de presbíteros y laicos a otras iglesias para el servicio de evangelización. La missio ad gentes se convierte así en el principio unificador y convergente de toda su actividad pastoral y caritativa.
¡Ustedes, queridos presbíteros, primeros colaboradores de los Obispos, sean pastores generosos y evangelizadores entusiastas! No pocos de ustedes, en estas décadas, se han desplazado a territorios de misión como consecuencia de la Encíclica Fidei Donum, de la que hace poco hemos conmemorado el 50º aniversario, y con la cual mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pío XII, impulsó la cooperación entre las Iglesias. Confío en que no disminuya esta tensión misionera en las Iglesias locales, no obstante la escasez de clero que aflige a no pocas de ellas.
Y ustedes, queridos religiosos y religiosas, que por vocación se han caracterizado por una fuerte connotación misionera, lleven el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los lejanos, por medio de un testimonio coherente de Cristo y un radical seguimiento de su Evangelio.
Todos ustedes, queridos fieles laicos, que trabajan en los diferentes ambientes de la sociedad, estáis llamados a tomar parte, de manera cada vez más relevante, en la difusión del Evangelio. Así, se abre ante nosotros un areópago complejo y multiforme que hay que evangelizar: el mundo. Sean testigos con vuestra vida de que los cristianos “pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación” (Spe Salvi, 4).
5. Conclusión
Queridos hermanos y hermanas, que la celebración de la Jornada Universal de Misiones nos anime a todos a tomar una conciencia renovada de la urgente necesidad de anunciar el Evangelio. No puedo no subrayar con vivo aprecio, la aportación de las Obras Misionales Pontificias en la acción evangelizadora de la Iglesia. Les doy las gracias por el apoyo que ofrecen a todas las Comunidades, especialmente a las jóvenes. Las Obras son un instrumento válido para animar y formar en el espíritu misionero al Pueblo de Dios, y alimentan la comunión de bienes y de personas entre las diferentes partes del Cuerpo de Cristo. Que la colecta, que durante la Jornada Misionera Mundial se hace en todas las parroquias, sea signo de comunión y de solicitud recíproca entre las Iglesias. En fin, intensifíquese cada vez más en el pueblo cristiano la oración, medio espiritual indispensable para difundir entre todos los pueblos la luz de Cristo “luz por antonomasia”, que ilumina “las tinieblas de la historia” (Spe Salvi, 49). Mientras confío al Señor el trabajo apostólico de los misioneros, de las Iglesias esparcidas por el mundo y de los fieles comprometidos en diferentes actividades misioneras, invocando la intercesión del apóstol Pablo y de María Santísima, “el Arca viviente de la Alianza”, Estrella de la Evangelización y de la esperanza, imparto a todos la Bendición Apostólica.
BENEDICTUS PP. XVI
Vaticano, solemnidad de Pentecostés año 2008
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